Hoy no fui a mi clase de ruso. Creo que es la tercera vez que pierdo una clase en todo el año. Esta semana no había tenido oportunidad de estudiar ni de hacer las tareas. Generalmente logro avanzar un poco los días Jueves y otro poco los Viernes. Pero este Jueves tuve que ir a terreno a Cruz Verde y luego a Falabella, por lo que ese dia llegué directo a dormir.
El día Viernes quedé de juntarme con mi primo para ir a cambiar el puerto de carga de mi celular. Fuimos al centro de Santiago a 3 cuadras de la Plaza De Armas. Nos juntamos a las 4pm y tipo 6pm ya íbamos de vuelta a tomar el metro rumbo a la casa. El dia para mi terminó cerca de las 11pm, hora en la que llegué de vuelta, luego de haber ido a dejar a mi primo a su casa en Quinta Normal. Pero no fue cansancio ni falta de preparación lingüística lo que terminó haciendome decidir quedarme en casa.
Mientras esperábamos a que el técnico de celulares reparara el puerto de carga, decidimos con mi primo ir a tomarnos un café. A todo esto, no eramos solo yo y él, también estaba mi hijo. Él fue conmigo al centro, o más bien, yo decidí llevarlo.
Caminamos hasta un lugar ubicado a un costado de la Plaza de Armas, en la esquina sur oriente para ser más especifico. Era un local de aspecto moderno, bonito pero con pinta de no tan caro. En el primer poso habían cerca de 7 mesas. El segundo piso era, en superficie, del orden un cuarto de lo que era el primero. Pero dada la distribución del local allí cabían unas 10 mesas de manera apretada.
El local estaba lleno, pero no lo suficiente como para evitar que mi primo encontrara una mesa para los 3 en el segundo piso. Yo por mientras estaba solo en el primero, pidiendo y pagando dos Cappuccinos. Subí por las escalera con un marcador con el número 22 escrito en letras grandes. Mi primo y mi hijo estaban ya sentados en la esquina de una mesa larga para 6 personas. En el costado opuesto había una pareja, un hombre de setenta y tantos y una mujer de sesenta y tanto.
Desde hace algunos años que el centro de Santiago se ha ganado la merecida fama de ser un lugar peligroso, donde abundan los robos, los vendedores ambulantes, la suciedad y la fealdad en calles y tiendas. Y por ese motivo tenia yo una sensación de relativa alerta y de guardia en alto ante todos los que se me cruzaban.
Pero bueno, creo yo que no deben haber pasado más de dos minutos desde el momento en que me senté hasta cuando la mujer de al lado se paró nerviosa murmurando y acercándose al otro lado de la mesa (al de él y que era el mio también). Durante unos 30 segundos miré intercaladamente al caballero, a la mujer, a mi primo y a mi hijo, evaluando si esa situación incomoda podia salvarse ignorando lo que a ellos les pasaba. El hombre estaba muy bien vestido, tenía un terno azul claro, casi azul eléctrico, una camisa suave y limpia, además de una reciente afeitada al ras. Él pobre estaba con la cabeza gacha y las manos y dedos retraídos. Claramente le estaba dando un ataque de algún tipo. Se notaba que su cuerpo batallaba contra algo, ¿pero que?, no lo sabía. En medio de su dificultad hacia arcadas, pero lograba apenas botar un poco de saliva por la boca. De tanto esfuerzo la placa dental que tenía salió volando y quedó sobre la mesa y junto a su café. Sus convulsiones eran clara y me empezó a angustíar verlo así. Aunque dentro de todo, sus movimientos no eran tan violentos ni espasmódicos como para haberlo botado al suelo desde su silla.
Le tomé la mano, el hombro y la espalada. Le hablé y le pregunté alguna estupidez parecida a «¿se siente bien?». Por otro lado, la mujer actuaba tan calmada y desapegada que le pregunté si era familiar suyo o si lo conocía. Pero resultó que ella lo conocía lo suficiente como para tener el número de su hija. Esa pobre criatura recibió la peor llamada de su vida. Pero aún asi, la mujer parecía más preocupada de que no le tocara la mala suerte de que «se le muriera el viejito» que el hecho mismo de que muriera aquél viejito.
Ante la total falta de reacción de parte de la mujer y ante la total falta de los más mínimos conocimientos de medicina de mi parte, tuve que levantar la voz y mirar al resto de clientes que estaban tratando de decidir si prestar atención o si podrían aún, lograr ignorar la situación. Y así fue como nuevamente salió a rodar otra frase para el bronce: «¡¿hay algún médico o personal de la salud acá?».
Una mujer de treinta y tantos, delgada y de buena pinta se levantó y tras ella un tipo que parecía ropero de 3 cuerpos, alto y musculoso. Ella se acercó rápido, le tocó la muñeca y en 10 segundos concluyó que el tipo no tenia ya pulso ni estaba respirando. Me dijo que había que acostarlo en suelo. Entre ella y yo lo bajamos-botamos de la silla y lo dejamos sobre el piso, tratando en mismo acto de hacer espacio y mover de entre medio a los estúpidos que aún querían salvar sus cafés. Me indicó después que había que sacarle la placa. Tomé una servilleta y busqué la parte superior de su placa dental, sin éxito, porque eran sus dientes de verdad. Creo yo que el podré realmente dobló el espinazo en ese momento, porque su cabeza no tenía ya ningún músculo tenso, su boca se abrió por completo, y sus ojos quedaron tan abiertos como su mandíbula.
Por otro lado, la mujer joven y su acompañante eran tan expertos que hasta se notó el relativo hastío que, según yo, les provocaba el verse en esa situación. Imaginé que pensaron «¡puta madre! de vacaciones y nos toca de nuevo trabajar», eran argentinos. Ella me dijo que buscara un aparato de reanimación, al menos eso si sabía que era. Y ya que mi aporte ahí sería más bien nulo me convencí rápidamente de encargarme de esa misión.
Durante los 2 o 3 minutos en que todo esto pasó, mi hijo de 3 años y seis meses, seguía mirando la escena, por suerte para él mi primo se encargo de él y su psicología. Por otro lado, los estúpidos clientes que no se habían visto físicamente afectados por el moribundo, seguían insistiendo en tomar sus cafés y las estúpidas camareras en servirles tortas y dulces en los 3 metros cuadrados en que todo esto pasaba. Yo entiendo que la vida siempre continua, pero, ¿no podría al menos continuar a cierta distancia del que está partiendo?, ¿al menos intentarlo?, ¿mover un dedo?.
Bajé las escaleras y en voz alta pregunté a la barista y al cajero por si tenían un aparato de reanimación. «No» me decían con voz de leve angustia, mucha timidez y algo de «no es mi problema». Salí a la calle y le pregunté a un par de guardias privados que paseaban por ahí. Con toda calma me decían que no y que no sabían nada de donde podría haber. Cuento corto, el más vivo entre los tontos me indicó un retén de Carabineros en la diagonal opuesta de la plaza. Corrí, y por remordimiento, según yo, ese guardia lo hizo también. En el reten móvil habían dos policías jóvenes a quienes interrumpí sin gran ceremonia. ¡Oh! ¡sorpresa!, ellos tampoco tenían idea de donde podría haber tal aparato de reanimación. No sin un dejo de tira y afloja los convencí de que fuéramos a pedir un reanimador al metro. Allí de seguro tendrían pues es por ley. Y como el compra-huevos corrimos a la otra esquina de la Plaza de Armas para bajar al metro. Yo me acerqué a una cajera del metro para repetirle historia infeliz. El carabinero que era más zorro en el tema fue directo a buscar al jefe de estación. Y fue así como 5 a 10 minutos después de salir del café volvió el séquito reanimado: jefe de estación, guardia de metro, carabinero, guardia privado y yo.
Entramos y para mi horror seguían aún ahí los estúpidos clientes tratando de tomar café. No sé si por falta de cerebro o de corazón. La pobre argentina estaba roja, con el pelo desgreñado y la ropa desordenada. Su acompañante, el ropero de 3 cuerpos estaba a un lado hecho un estropajo también. El pobre viejito estaba más lacio y desparramado que antes. Su pecho y torso descubierto, todas la musculatura de su torso y estomago parecía haberse soltado luego de la salvaje tanda de reanimación que intentaron con él.
Mi primo seguía con mi hijo en el mismo lugar, jugaba con sus autitos a medio metro de la pobre argentina ya desfondada y a un metro del, ya a esta altura probable finado. COn mi primo quedamos de juntarnos de nuevo donde el técnico de celulares, y en un instante desaparecieron. Por último yo, ya sin nada más que aportar, arreglaba la chaqueta, juguetes y mochila para partir.
Durante la eternidad de 15 minutos que duro todo esto, durante toda esa inmensidad, estuvieron los estúpidos clientes acomodándose, ignorando y resistiéndose a dejar sus cafés. Las meseras sirviendo tortas y dulces y el cajero cobrando también.
Bajé al primer piso para lavarme las manos del sudor y la saliva del pobre caballero. Salí del baño y ahí aún estaban, los indolentes, tomando y sirviendo café. Ya desde la calle vi llegar una ambulancia y a bomberos, y escuché a la hija del viejito también: «papá no te mueras ahora, ¡papa!», «papá no te vayas, ¡papa!».
No sé si por baja de azúcar o alguna reacción cableada por milenios de evolución en el hipocampo, pero camino al técnico pensaba en Hitler y los Nazis. Pensaba con que facilidad la gente tolera la muerte. Y con que indiferencia ven a su lado el dolor. Pero el afectado no eran ellos, y por tanto daba igual. El difunto podría haber sido el padre o un amigo, pero no lo era y por tanto daba igual. Y todo el puto rato, se sirvió y se tomó cafe.